El corresponsal de guerra del ABC publicó ayer esta columna. No tiene desperdicio.:
Por JUAN CIERCO
Hablar por hablar. Sin conocimiento de causa. Sin vergüenza torera. Sin haber pisado nunca Oriente Próximo. Sin entender inglés. Con escasas nociones de francés. Mucho menos hebreo. Qué decir del árabe. Porque está de moda. Porque hay una guerra, o algo que se le parece demasiado. Porque el que habla no piensa, no estudia, no aprende, no se forma. Como ser humano. Como profesional. Como intelectual.
Es verano. No hay nada mejor con lo que intentar ganar votos. O si lo hay esto vende mucho. Recuerda al pasado. Se mezclan las churras de la guerra de Irak con las merinas del antisemitismo. Y los políticos se tiran a la piscina sin saber nadar, sin que haya agua siquiera. Les importan muy poco las víctimas. Mucho menos los orígenes del conflicto. No leen, no escuchan, no miran. Hablan, gritan, vociferan, se insultan. Esta vez, el rehén: Oriente Próximo.
Se levantan y ven y leen (un resumen, no se vayan a cansar) y oyen lo que ha dicho el de la acera de enfrente para decir lo contrario, para decirlo más alto, para decirlo entre su coro de altavoces que producen urticaria. Su mezquina ilusión, que el mensaje sirva, sin contenido, sin más papel que ese de regalo que envuelve el vacío, la nada, la estupidez más supina, para un fugaz titular del telediario.
Confieso que llevo ocho años viviendo cada día en la región más convulsa del planeta. Que he visto la muerte en la cara de una mujer israelí, judía, sentada en la puerta de su casa. Una mujer trabajadora, con dificultades para encontrar a alguien que fuera a buscar a su hija a la salida del colegio. Sin dinero para pagar a nadie por hacer esa tarea que como tantas veces acaba haciendo la abuela. Y abuela y niña que se suben en el autobús rumbo a casa. Y la niña que le cuenta a la abuela que quiere una muñeca con melena rubia. Y la abuela que le promete una para su cumpleaños. Y un terrorista suicida palestino que se sube al autobús y se vuela en mil pedazos. Y un móvil que suena. Y una mujer que se desmaya. La madre, la hija. La abuela, la niña, muertas.
Confieso que he oído llorar a un niño palestino, musulmán, por ver a su padre, médico respetado en Ramala, educado en Zaragoza, casado con una española de Teruel, de rodillas, en calzoncillos, en mitad de ningún sitio, apuntado por el fusil de un recluta israelí de 18 años de edad que encuentra entretenido humillar a un ser humano delante de los suyos porque no tiene nada mejor que hacer a las siete y diez de la tarde.
Confieso que llevo ocho años viviendo cada día en Jerusalén, en Gaza, en Nablus, en Tel Aviv, viajando a Beirut, a Ammán, a El Cairo, a Bagdad, a Damasco, a Teherán. Que he recorrido todo el mundo árabe y musulmán. Que he convivido con israelíes y con judíos. Que he pisado mezquitas, iglesias y sinagogas.
Confieso que he entrevistado, algunas veces admirado, otras con una pinza en la nariz, a primeros ministros, a presidentes, a reyes, a alcaldes, a líderes políticos, a terroristas, a milicianos, a víctimas inocentes, a niños, madres, abuelos, padres, hermanos...
Confieso que he hablado con intelectuales, con profesores universitarios, con alumnos aventajados, con experimentados y sensatos diplomáticos, con analistas inteligentes, con periodistas de renombre, con historiadores, sociólogos, médicos, psicólogos, con militares críticos, con soldados criticados, con imanes, sacerdotes, rabinos, con ayatolás, con laicos, con ortodoxos, con sefardíes, con católicos, con asirios, con cristianos ortodoxos, con ashkenazíes, con suníes, con chíies, con drusos, con kurdos.
Confieso que he leído, que he escuchado, que he olfateado, que he sentido, que he mirado debajo de las alfombras, que he reído con los vivos, que he llorado por los muertos, que he visitado en los hospitales a los heridos, que he visitado en sus casas a los huérfanos, que he hablado con el padre de un soldado secuestrado, que he hablado con la madre de un preso sin juicio, que he abrazado a un amigo muy cercano con su hijo momificado, con quemaduras de segundo grado en el 75 por ciento de su cuerpo después de un atentado suicida en Tel Aviv, que he consolado a un colega cuando despedía a su hermano, fotógrafo de Gaza, rumbo a Londres donde la iban a amputar una pierna e intentar salvar la otra después de un asesinato nada selectivo israelí.
Confieso que he repasado las resoluciones de las Naciones Unidas, que he seguido las sentencias de los Tribunales internacionales, que me he aprendido de memoria todas y cada una de las hojas de ruta, todas y cada una desviadas, que se han diseñado en la región, que he viajado a Suiza para bautizar la Iniciativa de Ginebra, que me he desplazado a Sharm el Sheij y Taba cuando la paz parecía que estaba a la vuelta de la esquina, que me han enviado a Oslo para seguir unas reuniones secretas en las que se podían definir los parámetros de un acuerdo que se tocaba ya con las puntas de los dedos, que he acompañado a Miguel Ángel Moratinos, todavía enviado especial de la UE en Oriente Próximo, en su gira de despedida por Egipto antes de dejar su puesto.
Confieso que me he avergonzado de lo dicho por analistas que nunca han pisado Tierra Santa; por tertulianos dignos del despido inmediato, que sentencian con tanta rotundidad como ignorancia, con sólo segundos de margen, que el carné de conducir por puntos es una majadería y que en Oriente Próximo la paz es posible pero la guerra resulta inevitable, por pseudo periodistas que firman sus crónicas desde donde nunca han puesto un pie y a la vuelta de un viaje relámpago escriben un libro que encima se publica pero que nadie lee.
Confieso que me asusta el nivel de los políticos, de los columnistas, de los compañeros de profesión, de los embajadores y Embajadas que te señalan con el dedo, de los pacifistas que empuñan las armas del insulto, de los arabistas que odian a los árabes, de los sesudos analistas de los centros de estudios estratégicos que con tanta estrategia apenas tienen tiempo para estudiar.
Si de todo opinan, si en todo actúan, si de todo saben como lo que saben de Oriente Próximo deberíamos echarnos a temblar. Cordura, por favor, por vergüenza propia y ajena, por respeto a las víctimas.
Confieso que después de ocho años en la región más compleja del planeta me queda tanto por aprender que no me atrevería a dar dos puntadas sin hilo. Y en mi querido país todos tejen y tejen y vuelven a tejer y a algunos se nos cae la cara de vergüenza. Se nos viene el alma encima. Se nos encoge ese corazón con el que nos acercamos a compartir el dolor de esa madre judía a la que le sonó el móvil; de ese niño palestino que lloró desconsolado ante ese soldado poco mayor que él. Les miramos a la cara y cuando nos devuelven la mirada bajamos la cabeza. ...Y les pedimos perdón.
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